Allá por el año 2006, Jay Walker-Smith, presidente dela consultoría de marketing Yankelovich, afirmó que un ser humano del considerado primer mundo está expuesto a 5.000 anuncios diarios en cualquiera de sus múltiples formas.
Hablamos de cifras de 2006, ese número podría haber aumentado fácilmente a día de hoy.
La publicidad nos llega de muchas maneras diferentes y esto se debe al esfuerzo de los anunciantes por desarrollar de forma efectiva canales de transmisión para ese mensaje.
Un buen ejemplo es la publicidad impresa. Es fiable y sencilla: uno obtiene lo que ve, sin trucos. Las campañas publicitarias de este tipo buscan llegar al público objetivo escogiendo cuidadosamente dónde colocar los anuncios y en qué formato (mupis, vallas publicitarias, revistas, carteles, etc.) demostrando una gran eficacia.
Luego está la publicidad que aparece en televisión, un medio que debido a las nuevas tecnologías e Internet se encuentra en declive. Es una publicidad que ya no sorprende, llena de clichés y que si aparece mientras vemos un programa que nos interesa, probablemente cambiemos de canal o aprovechemos para ir a al baño o hacer otra cosa.
Y luego están los anuncios digitales, que parecen tratar de pasar desapercibidos, haciéndose pasar por mensajes no comerciales. Se encuentran camuflados en banners o patrocinando contenido y los vemos cada día en las páginas que visitamos y en nuestras redes sociales, dirigidos y alimentados gracias a las cookies.
La publicidad ha evolucionado mucho con el tiempo. No en esencia sino en la forma. Desde la era Mad Men hasta la actualidad, que podríamos denominar era de las redes sociales, los seres humanos hemos estado bombardeados con anuncios año tras año y de forma exponencial. Las preguntas que deberíamos hacernos al respecto son: ¿qué tipo de publicidad es más honesta? Y ¿cómo podemos gestionar la avalancha diaria de anuncios?